
“Flores abiertas, élitros sensibles, auditorios para la música y los diálogos”…
“Esta noche no haré sino oiré el amor”, decidió. Era posible, él lo había conseguido otras veces y a ella también la divertía, al menos como prolegómeno. “Déjame oír tus pechos, musitaría, y, acomodando amorosamente, uno primero, otro después, los pezones de ella en la hipersensible gruta de sus oídos –calzaban el uno en la otra como un pie en un mocasín-, los escucharía con los ojos cerrados, reverente y extático, reconcentrado como en la elevación de la hostia, hasta oír que a la aspereza terrosa de cada botón ascendían, de subterráneas profundidades carnales, ciertas cadencias sofocadas, tal vez el resuello de sus poros abriéndose, tal vez el hervor de su sangre convulsionada por la excitación….
Se miró los oídos en el espejo para una última inspección. Se sintió satisfecho y animoso. Ahí estaban esos conos cartilaginosos, limpios por fuera y por dentro, prestos para inclinarse a escuchar con respeto e incontinencia el cuerpo de la amada…
(ELOGIO DE LA MADRASTRA, Mario Vargas Lllosa)
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